Aunque las personas queridas
ya no estén siempre los llevamos en el recuerdo, y más cuando se acerca un día
señalado. Estamos en junio, toca el homenaje a los padres. El mío como todos no
fue perfecto pero supo darnos amor a pesar de su severidad y exigencia con
nuestro comportamiento, a pesar de su voz baja para recriminarnos por una majadería o mala actuación o para
enseñarnos a mi hermana y a mí como comportarnos con esa persona mayor, hosca y
malhumorada, vecina del barrio.
En mi niñez me convertí en su
sombra, no me le quería despegar y me molestaba más que a mami verlo salir muy
a menudo perfumado por las noches.
Sin hablar casi, fui
admiradora de sus bonos del movimiento 26 de Julio, guardados todavía en la
gaveta de su escaparate junto a sus documentos de Mason y un ejemplar de la
primera edición de La Historia me Absolverá.
Con él aprendí a seguir todo
lo que acontecía a mi alrededor con el triunfo de la Revolución. Fue un adicto
a las noticias sobre el proceso que comenzaba y evolucionaba vertiginosamente y
me contagié. Proceso que él defendía y criticaba a pesar de ser un hombre de
negocio.
Fue el padre que me enseñó a
bailar en las fiestas populares por Navidad y fin de año, allá por la década de
los 60; el que disfrutaba en nuestra compañía un día de playa. El que cuando
partía para la Universidad desató las amarras del hogar al decirme: Ahora
tienes que cuidarte tú. El que tan preocupado estaba a punto de tener yo mi
hija, que prometió no fumar más si todo salía bien.
Ese es el padre que no dejo
de querer y recordar.
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